Mariano Merino, ex presidente de la Asociación Vecinal Valparaíso: «El asociacionismo ha desaparecido; ha sido completamente sustituido por el individualismo»

Mariano Merino Valparaíso

La sede de la Asociación de Vecinos Valparaíso no es el típico lugar que uno esperaría para una agrupación social de este tipo, en plan pequeña, con carteles sobre las actividades que se van a realizar en la cristalera de la entrada, una mesa de recepción, una máquina de café, otra de agua y un pequeño mástil con la bandera de la ciudad de Valladolid en una esquina, qué se yo. No, ni muchísimo menos. La de aquí no es sino una cafetería-restaurante-club social con jardín y piscina incluida, y funciona, sobre todo durante los meses de calor y verano, como una suerte de extensión o apéndice de la vida social del barrio, que es lo que habría de ser toda asociación vecinal. En la trasera de la cafetería guardan todos los utensilios pertinentes, y demandan al ayuntamiento algo mucho más digno, preparado para un barrio, como lo es el de Valparaíso, en pleno crecimiento y expansión por la aparición de viviendas de obra nueva en las zonas colindantes al Puente de la Hispanidad y el Callejón de la Alcoholera.

Ahí espera, con puntualidad de reloj suizo, Mariano Merino, jubilado, doble graduado en Física y Química y ya ex presidente de la asociación por el retiro voluntario al que ha decidido someterse a modo de toque de atención para sus iguales, del que hablará luego, siguiendo quizá la sencilla regla del juego del todos para uno y uno para todos, o la de yo no mato por la causa si el de al lado se niega a hacer su parte. Él es un tipo culto, leído y ducho en el arte de hilar frases con sentido, dirección y rapidez al mismo tiempo; quizá, esta última, sea una cualidad que provenga de su larga trayectoria como profesor universitario en la Universidad de Valladolid, con la que aún sigue colaborando externamente.

En sus palabras, no por ser Valparaíso un barrio menos masificado que otros, o con menos problemáticas que los demás, merece menos atención de las instituciones y de los políticos de uno y otro tinte, y define el asociacionismo como un estilo distinto o una forma de entender la vida, quizá ya perteneciente a generaciones pasadas y ni siquiera en broma aplicable a los jóvenes de hoy en día, tampoco a los de su propio distrito, que desconocen la existencia de la asociación y, si lo hacen, “no tienen ya esa cultura colectiva, sino una mucho más individualista que pone en peligro la vida de estos necesarios espacios de participación ciudadana, que marchitarán, sin duda, como todo en esta vida, si los dejamos de regar”.

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—Presidir una asociación vecinal pequeña, como ésta, suena fácil. ¿Realmente lo es?

—No confundamos. No es esto lo mismo que llevar una concejalía o una alcaldía, ni mucho menos. Aquí no hay despachos, ni asesores, ni dietas. Esto va, exclusivamente, de vocación. Cuanto más complejo es un barrio, cuanto más vecinos, más problemático resulta, claro. Pero no por eso el nuestro es sencillo. Cada barrio tiene su propia morfología, su idiosincrasia, y eso lo complica todo. Lo que pasa es que la gente no lo comprende del todo. Una asociación vecinal no pone farolas, ni recoge basuras, ni repara aceras. Lo nuestro es otro tejido: el social. Nuestra función no es otra que ser el hilo o el nexo de unión entre los vecinos y el Ayuntamiento, vehicular sus anhelos, quejas, pequeñas luchas. Fomentamos la convivencia, el encuentro, las actividades culturales o deportivas. Somos el lubricante de lo cotidiano.

—Pero eso suena a otro tiempo. Hoy, quien llega al barrio parece más interesado en que funcione su red Wi-Fi que en saludar al vecino de al lado.

—Totalmente. Tu generación está marcada por otra estructura mental. Viven en pareja, ambos trabajan, ambos están absorbidos por el tiempo laboral. El teléfono se ha comido las fronteras entre oficio y ocio. Ya no hay conciencia de descanso. Y, claro, eso hace que nadie tenga energías para salir al jardín común o participar en una junta. Además, hoy hacen falta dos sueldos para mantener un nivel de vida medio. Y ese nivel de vida… ¡vaya nivel! Que si las plataformas de streaming, que si las mallas del Decathlon, que si las escapadas a Roma, a Lisboa, a Reykjavik.

—Y si no lo subes a Instagram, es como si no hubieras ido.

—Exacto. Hoy parece que no eres nadie si no puedes posturear tus vacaciones en redes. La felicidad se ha convertido en una construcción visual. Y en esas estamos. Los nuevos vecinos que llegan al barrio lo hacen ya con una hipoteca a sus espaldas y unas expectativas sobre cómo debe ser su vida. Viven en urbanizaciones —y mira que detesto esa palabra— autosuficientes, en su parcela, con su piscina de juguete, su pista de pádel, su burbuja comunitaria… Ya no ven el barrio como un espacio compartido, sino como un contexto del que sacar provecho, pero sin implicarse.

—Ese concepto de isla urbana…

—Claro. Son como archipiélagos de confort: no se sienten ya parte del algo más. Si tienen su bici eléctrica, su cafetera de cápsulas y, como lo llamo yo, su perrijo, en lugar de un hijo al uso, ya están más que satisfechos. El domingo es para pedalear por el carril bici o para el brunch, no para preocuparse por el arbolado de la plaza o por algo más grande.

—Y eso, entiendo, se traduce en una falta de implicación.

—El asociacionismo ha desaparecido; ha sido arrasado por el individualismo. Y es normal: si todo el esfuerzo del día se va en trabajar para pagar la casa, el gimnasio y la suscripción al HBO, ¿qué energías quedan para pensar en el prójimo? En mi época, cuando teníamos vuestra edad, nos la jugábamos por los ideales de libertad. Corríamos delante de los guardias, en plena dictadura franquista. Hoy nadie se expone, o se atreve a exponerse. Nadie se arriesga por lo común.

—Y eso que estamos hiperconectados.

—Pero a la vez estamos más solos que nunca. Las redes han sustituido el contacto directo. Parecen puentes, pero en realidad me parece que son muros. Nos hemos acostumbrado a resolverlo todo por WhatsApp. Ya no hay siquiera conversaciones cara a cara.

—¿El Ayuntamiento os escucha?

—Sí, y eso hay que reconocérselo a la actual administración. Hemos trabajado codo con codo. Reorganización del tráfico, pavimentación de calles, mejora de la iluminación… Y la reunión con Auvasa por la frecuencia de la línea 5, el otro día, fue muy cordial. Aunque pedíamos más buses, nos explicaron que tenemos varias opciones en el barrio: el 5, el 19, el 18… y si estiras un poco y pasas al otro lado de Vallsur, tienes hasta el 1. Y van a reforzar algunas de ellas, incluso, por el crecimiento de las villas al sur. Igual salimos ganando.

—¿Qué efecto crees que ha tenido la germinación del centro comercial Vallsur sobre el comercio local de Valparaíso?

—Uno devastador. Un centro comercial tan grande cerca es como plantar un eucalipto en un huerto. Agota el suelo. Lo chupa todo. Las tiendas de barrio no pueden competir. Yo lo llamo el efecto orina de perro: allí donde marcan su territorio no vuelve a crecer la hierba. Y sí, ya sé que suena feo, pero es gráfico. Las fruterías, carnicerías, panaderías, todo desaparece. Queda alguna joyería, alguna tienda de moda (con suerte). Pero el tejido comercial del barrio se muere.

—Y en contrapartida, el Parque de Ribera, esa joya bajo el puente de la Hispanidad.

—Eso sí que es un éxito que me enorgullece. Es una franja virgen de vegetación que conecta con el jardín del río, con la senda de La Rubia, con todo ese pulmón que, si se adecenta bien, puede ser un parque de primer nivel no sólo para los vecinos de Valparaíso sino para la ciudad entera. Valladolid, como tantas ciudades, vivió toda su historia de espaldas al río, por lo que pudiera pasar. Ahí está el Pisuerga, desaprovechado. Sueño con un paseo fluvial que compita con el Sena. Pero tendremos que conformarnos con ver el culo de los edificios desde el barco.

—Volvamos a lo esencial, porque a veces no se entiende del todo: ¿qué hace exactamente un presidente de asociación vecinal?

—Primero, se sacrifica. No hay salario, ni reconocimientos, ni glamour en todo esto. Hay una junta directiva, una asamblea, reuniones infinitas. Y todo es voluntario. No es como en una comunidad de propietarios, donde te toca por turno y por obligación. Aquí se entra por convicción. Y eso desgasta.

—Y ahora lo dejas.

—Sí. Llevo dos años dándolo todo. No me arrepiento, pero sí estoy cansado. Pensé que podría remover un poco la conciencia colectiva. Que podría sembrar algo. Pero en la última asamblea éramos treinta, todos jubilados. Nadie nuevo. Nadie quiso subirse al carro. Y todos tenían sus obligaciones, responsabilidades, excusas de muy diversa índole: nietos, trabajo, salud. Como si yo no las tuviera, o no las hubiera tenido durante mi etapa al frente de esto: sigo, por ejemplo, colaborando muy activamente con la Universidad de Valladolid a pesar de estar retirado. Y, claro, así no se puede. Me niego a seguir capitaneando un barco en el que nadie más se atreve a dar un paso al frente. Me temo que esto pueda suponer el fin de la Asociación Vecinal Valparaíso.

—Es una dimisión con tristeza, se te nota.

—Muchísima. Casi como si se muriera un pariente. Pero también te digo: ya he perdido cosas más grandes a lo largo de mi vida. No me derrumbo. En esta vida rendirse o tirar la toalla jamás es una opción. Si alguien recoge el testigo, aquí estaré para apoyar. Pero no seré yo quien vuelva a tirar solo de la maquinaria. No otra vez.

—¿Por qué crees que una asociación vecinal sigue siendo tan importante?

—Porque es la forma más eficaz de canalizar lo que de verdad preocupa al ciudadano. Porque no es lo mismo escribir un email como vecino individual que firmar como presidente, en nombre de 12.000. Ahí tenemos más peso último, y más posibilidades de que nos hagan caso, porque el Ayuntamiento escucha cuando sabe que hablas por muchos. Y si no cuidamos estos espacios de participación, si no tomamos conciencia de que existen y de su utilidad, si no los alimentamos como es debido, marchitarán y morirán. Como casi todo lo que en esta vida se deja de regar.

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